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  • Nenes No Lloran

Un Niño Llamado Lucio.

Estaba en primer o segundo año de secundaria cuando nos hicieron ver La Noche de los Lápices para una tarea. Por algún motivo no nos hicieron verla en la escuela, la profesora nos había pedido que la buscáramos en el videoclub del pueblo y que nos organizáramos para verla en grupos, se me ocurre que capaz no contaba con la autorización de los directivos para pasar la película en el aula y lo de dejarlo como tarea para la casa era una solución elegante.

Recuerdo estar en la casa de una de mis compañeras, la habitación a oscuras y todos prestando atención a la tele. En ese momento sentía cierta sorpresa cada vez que veía una película argentina. La tonada y el vocabulario de los actores, tan familiar y tan distinta a la de las películas dobladas en español neutral me generaban un sentimiento raro.

Y lo que me generó el contenido en sí de la película creo que todavía no logró describirlo correctamente. La profesora nos debe haber advertido que era una película de la dictadura y que el contenido era algo fuerte. Pero la palabra fuerte en ese momento la usábamos para otras cosas, como describir las escenas de acción y sangre de Kill Bill o para hablar del terror que provocaba El Exorcista. Lo de esta otra película, en cambio, era algo distinto.

Creo que algo especial se activa en tu cabeza cuando descubrís la historia de una víctima que es parecida a vos en todos los sentidos. Veíamos a los protagonistas de La Noche de los Lápices y probablemente todos en esa habitación nos hacíamos las mismas preguntas: ¿Qué habría pasado si a nosotros nos tocaba vivir todo eso? ¿Cómo actuarían nuestros padres si fuesen ellos los que tuviesen que mendigar en oficinas estatales por el paradero de sus hijos? ¿Cómo habríamos reaccionado nosotros mismos si tuviésemos que enfrentar el horror de la tortura y el encierro de un centro clandestino de detención? ¿Habríamos sobrevivido?

Algo muy especial ocurre en el inconsciente colectivo de las sociedades que tienen que enfrentar tragedias a gran escala. Cada sociedad hace lo que puede con esos traumas y con las heridas que dejan en los cuerpos y las historias de sus integrantes. En la Argentina, la recuperación democrática vino de la mano de la construcción de un poderoso mecanismo de empatía y de reafirmación de la memoria, una auténtica pedagogía de las víctimas, una promesa intergeneracional de no olvidarlas, de que sus historias permanezcan flotando en al aire, de que sus nombres se transformen en consignas.

Empezó con los nombres de las víctimas de la dictadura y se fue extendiendo de a poco hacia otro tipo de víctimas, hacia otras historias. Ahí donde aparece un hecho traumático y una herida abierta, la sociedad argentina construye causas y acción directa, y una promesa inquebrantable de evitar que las tragedias se repitan. A veces el objetivo se cumple, a veces no, pero la promesa siempre se mantiene.

Al salvaje asesinato de Micaela García en abril del 2017 sobrevino un poderoso movimiento feminista y la sanción de la Ley Micaela, que obliga al Estado a formarse así mismo en perspectiva de género para prevenir la desidia estatal en los casos de violencia contra las mujeres.

Al asesinato de Diana Sacayan (y de decenas de otras activistas travesti/trans) sobrevino la lucha por la implementación de nuevas medidas de protección para la comunidad trans, como la aplicación de los cupos laborales en el Estado y en el sector privado.

Las víctimas en Argentina se vuelven consigna y bandera, sus historias resuenan en el tiempo y sus nombres incluso llegan a estar los títulos de leyes y normas. Así de en serio se toma la sociedad argentina a sus víctimas.

Creo que detrás de esos procesos hay algo más fuerte. Una especie de resistencia. Detrás de cada víctima hay un victimario, alguien que pretendió ejercer un proceso de exterminación, de condenar al olvido a alguien más. “No está, no existe” decía Videla al hablar de los desaparecidos a los periodistas extranjeros. “Está, existe” es casi una respuesta en voz alta, una negación de esa pretensión exterminadora.

Escribir sobre Lucio Dupuy, sobre su asesinato y la crueldad que rodea al mismo, es también escribir sobre una victima. Una sobre la que además parece haber una disputa de sentido enorme. Porque eso también hacemos a veces en Argentina con nuestras víctimas: disputamos lo que sus historias tienen que contar. O al menos, algunos sectores pretenden hacer eso.

“Solamente hablan de los rugbiers. ¿Por qué no hablan del caso Dupuy?” leí en algún tweet furioso en estos días. La mente humana es capaz de convencerse a sí misma de las cosas más extrañas, como el creer que hay una especie de conspiración que por algún motivo extraño quiere ocultar la historia de Lucio. Para negar esa teoría conspirativa lo único que hace falta es entrar a literalmente cualquier portal de noticias del país. La cara y los detalles de la muerte de Lucio están en todos lados. Creo que está bien que así sea. Ninguna historia merece ser condenada al olvido. Ninguna.

Pero como en todas las historias, en los márgenes y las notas al pie aparecen las distintas interpretaciones que se hacen a la misma. “A los milicos se les fue la mano, pero si no fuera por ellos viviríamos en el comunismo” nos dijo el papá de mi compañera después de que terminamos la película. El comentario era absolutamente insignificante comparado con el horror que acabábamos de ver en pantalla.

En los márgenes del caso Lucio también aparecen los comentarios e interpretaciones que buscan darle otro sentido a la historia. Ideas estúpidas y bizarras que buscan camuflar un odio que tiene otros orígenes. El odio al feminismo y a la diversidad sexual encontró una excusa perfecta para legitimarse. Creo que no vale la pena darle demasiada mención a los argumentos delirantes que se estuvieron viendo en las redes y en algunos medios. Creo que, al igual que el comentario del papa de mi compañera, van a quedar condenados a un lugar triste en la historia, triste e insignificante.

Si creo que es importante mencionar las consecuencias que esos comentarios generan. El lenguaje y los mensajes moldean la realidad, no porque tengan alguna propiedad mágica, sino porque determinan nuestras acciones.

Hace tan solo dos días, un hombre entro en el local Maricafe de Buenos Aires y al grito de “por Lucio” le dijo a todas las personas del lugar que iba a volver con 40 tipos más a prender fuego todo.

Me aterra tener que escribir esta certeza: todos sabemos que en las próximas semanas van a aparecer más casos como ese. Y todos sabemos que incluso es bastante probable que algunos de esos casos sean más que amenazas hechas a los gritos.

La mente política de las personas tiene mecanismos de lo más curiosos para justificar sus acciones. El reflejo es uno de ellos. Quienes suelen estar constantemente acusando a otros de “usar políticamente” determinadas cuestiones o casos son también quienes más lo hacen. Y aquí me parece que hay que decir las cosas con todas las letras: hay sectores conservadores en este país que están usando al caso de Lucio para legitimar en el discurso público la profunda misoginia y LGBTodio con el que operan normalmente.

Y eso es injusto. Sobre todo para Lucio y para quienes están luchando para conseguir justicia en su caso y para que su historia no se repita. Para que se cumpla la promesa que la Argentina tiene con sus víctimas.

En El Hombre en Busca de Sentido, Viktor Frankl dice que el sufrimiento deja de ser sufrimiento cuando encuentra un sentido. Creo que es ese mecanismo el que lleva a la sociedad argentina a construir sobre sus víctimas algún tipo de reforma o significado trascendental. Los padres de Micaela García lograron construir a partir de la historia de su hija una de las mayores reformas estatales en materia de prevención de las que se tenga memoria.

El año pasado, el Congreso empezó el proceso para sancionar la Ley Lucio, que busca enmendar los distintos déficits institucionales que evitaron que el Estado actuará correctamente en el caso de Lucio Dupuy. El Estado llega tarde la mayor parte de las veces en casos como el de Micaela y Lucio: no escucha las alarmas, no actúa, subestima situaciones y toma decisiones de forma automática sin profundizar nunca en los casos puntuales. Hay gente que está trabajando muchísimo en este país para resolver esos déficits estatales.

Curiosamente, quienes salen en la tele diciendo que el Estado no sirve para nada se suelen oponer a todas las reformas de ese estilo. Sobre la Ley Micaela dijeron que era una norma que quería adoctrinar gente en la ideología de género. Y sobre el caso Dupuy ahora están diciendo todas las cosas horrendas que mencioné antes.

Pero aquellos que apuestan al odio como herramienta de construcción política se olvidan siempre de que el odio no es una emoción particularmente perdurable en la mente humana. Y mucho menos en lo que podríamos llamar “conciencia colectiva” de la sociedad. Producen daños, si. Heridas que a veces tardan generaciones en ser sanadas. Pero nunca perduran.

La sonrisa inocente de Lucio seguirá reproduciéndose en carteles, notas y reclamos. Su historia será la historia de una deuda que la democracia argentina tiene consigo misma: la de discutir en serio los derechos de sus niños y niñas, la de construir un Estado que sea capaz de escuchar a las infancias y deje de tratarlas como una casilla de excel en un censo.

Y de aquí a 10 o 20 años, capaz otro grupo de estudiantes de secundaria tienen que hacer un trabajo sobre Lucio y sobre su historia. Me gusta pensar que en ese trabajo van a escribir sobre como el caso Lucio detonó una enorme reforma estatal sobre derechos de las infancias, que provocó que el Poder Judicial por fin cambiará sus ancestrales protocolos de acción frente a la violencia infantil. Que a partir del horror del caso puntual la sociedad argentina logró construir un nuevo capítulo de memoria y de conquistas.

Y que en ese trabajo, los nombres y discursos de quienes hoy quieren usar a Lucio para esparcir el odio no van a aparecer ni en las notas al margen.



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